27 de mayo de 2014

EVOLUCIÓN



Como todas las mañanas, Julio se despidió de su mujer con un tierno abrazo. Pasó a dejar a los niños al colegio, se subió al auto y luego de pasar varias veces sus manos por su pelo húmedo, ajustó el espejo retrovisor para manejar los casi 50 kilómetros que lo separaban de la oficina.

El camino estaba asfaltado y a los costados se levantaban imponentes bosques de pinos y eucaliptus. A Julio le gustaba bajar la ventana y respirar ese olor que lo transportaba de inmediato a su niñez, cuando su abuelo lo llevaba de la mano a buscar el mejor pino para cortarle la punta y así adornar el salón en Navidad. En esa época los pinos eran pequeños.

Faltaban casi 10 kilómetros para que “Ellos” aparecieran. Siempre iban vestidos de blanco, pero como no estaba permitido hablarles, Julio sólo los observaba. A veces de lejos y otras veces muy de cerca.  Sentía que ya los conocía, pues podía distinguirlos sólo por la intensidad de la luz que proyectaban. A su abuelo lo habían reclutado hacía años, pero jamás lo había visto ahí. Estaba seguro de que cuando se lo llevaran a él, sería precisamente su abuelo quien se acercaría a la ventanilla de su auto para avisarle. Al menos de eso estaban convencidos él y su familia.

En la casa, su mujer preparaba una cazuela de ave mientras la lavadora se encargaba de sacar la suciedad de la ropa de los niños. Cuando el reloj marcó las 11 de la mañana, la esposa apagó el gas de la cocina y miró hacia la puerta. Se quedó así unos cinco minutos y al permanecer la puerta cerrada, siguió con las labores domésticas.  Dado que no era el día, echó otra presa más de ave a la cazuela. Su esposo llegaría cerca de las ocho de la noche y con mucha hambre.

Cuando Julio iba llegando a la oficina, sonó el celular. Era su madre que le contaba que su hermano mayor ya estaba entre “Ellos”.  - Ok, gracias por avisar mamá. Justo lo iba a llamar para que hiciéramos un asado mañana sábado, así que llamaré a un amigo.

Julio se bajó del vehículo y siguió trabajando hasta las 19:00. Fue un día duro, tuvo que atender a muchos clientes que querían la devolución de su dinero. Las camisas que les habían regalado no le quedaban bien y no les gustaba ninguna otra.

Como su hermano ya estaba con “Ellos” esperaba divisarlo camino a casa, pero ninguno le llamó la atención,  así que siguió tranquilamente su camino.

Ya en casa, saludó a su esposa y disfrutó la cazuela de ave antes de ver juntos una película e irse a dormir para esperar un nuevo día...

Quizás mañana sí sea reclutado por “Ellos"
Quizás mañana deje atrás su vida tal como la conocía.

14 de mayo de 2014

El "COJITO"


El padre no se cansaba de escucharlo tocar el violín y siempre que lo veía con el instrumento sobre el hombro, volvía a revivir el día en el que su hijo había interrumpido inesperadamente su conversación con el Alcalde.

Antonio tenía tan solo ocho años cuando apareció de pie en la mitad del salón, hizo una torpe reverencia, se acomodó su jardinera de cotelé y tocó el violín como jamás lo habían escuchado. Era otoño y afuera el viento soplaba casi tan fuerte como las cuerdas de aquél instrumento.

¿Dónde aprendió a tocar así? ¿Cómo es posible que esto esté ocurriendo justo cuando el Alcalde iba a aceptar el trato?- pensaba atormentado Sergio, sin darse cuenta de que el Alcalde lo miraba fijo,  sorprendido y con una expresión de enojo por no haber sabido que ese niño, al que todos llamaban el cojito, tocaba tan bien aquél singular instrumento de cuerdas.

Fueron más de cuatro minutos en los que el niño tocó de manera emotiva y perfecta parte del concierto para violín N° 1 en LA Menor de Bach, pero Sergio no escuchó ni una sola nota, en su cabeza pasaban miles de preguntas y  preocupaciones ante el “espectáculo” que estaba dando Antonio.

¿Quién le habrá pasado ese violín? ¿Habrá sido la Rosario? – se preguntaba mientras intentaba ordenar algunas ideas para dar una buena explicación al Alcalde.

De un momento a otro, Antonio se detuvo, dejó su violín sobre la mesa y se inclinó de tal manera que su frente casi tocó sus sucios y gastados botines negros.

Fue entonces cuando ocurrió lo que hasta hoy Sergio no se explica. Un cerrado aplauso por parte del Alcalde llenó la casa de dos pisos ubicada en Bellavista, cerca del cerro San Cristóbal y Antonio sonrió, dejando ver toda la alegría de un niño de ocho años….

El día en el que Antonio nació, Sergio estaba entrenando en el cerro, por lo que no pudo acompañar a María al hospital y fue su vecina Rosario quien la llevó a las tres de la mañana en su citroneta celeste. Cuando al fin Sergio terminó de correr y fue a conocer al niño, se encontró con Rosario en la esquina, tu hijo va a ser un niño especial - le advirtió. Sergio no supo cómo interpretar esas palabras y se pasó todas las películas del mundo.

Cuando al fin pudo tomar a su hijo en brazos, notó que su pierna izquierda era más corta que la derecha. Fue entonces cuando todos sus sueños se derrumbaron y el cariño que sentía por ese niño nunca más fue el mismo. Jamás supo explicarlo “en voz alta”, aunque en el fondo sabía que el problema era la pierna más corta. Antonio ya no podría ser atleta como él y menos aún, representar al país en las olimpiadas como siempre lo había soñado.

La adicción de Sergio por el deporte, y especialmente el placer que le provocaba correr grandes distancias, había hecho que todos los vecinos lo conocieran. Algunos lo encontraban loco, por salir todos los días a correr lloviera o no, pero María ya estaba acostumbrada. En la semana casi no lo veía, porque en las tardes luego del trabajo salía a correr y volvía cuando ella estaba durmiendo.

Los fines de semana era habitual que participara en todas las actividades deportivas organizadas por la municipalidad.

Para Antonio, probablemente la adicción por el deporte y la indiferencia de su padre era lo que menos le preocupaba, pero no así las consecuencias del apodo que él mismo le había puesto a las horas de haber nacido. Y es que cada vez que alguien le preguntaba por su hijo, Sergio respondía- está bien gracias-  y enseguida agregaba - pero es cojito.

El cojito no podía correr.
El cojito fue objeto de burlas.
El cojito jamás abrazó a su padre.
El cojito sufría.
Sergio jamás se enteró.
Menos María.

Fue al día siguiente del tercer cumpleaños de Antonio, cuando al llegar a casa después de correr varios kilómetros, Sergio encontró a María llorando. Cuando le preguntó qué le pasaba, sólo repetía que ya no quería al cojito, que ése no era su hijo, que era el demonio, que le daba miedo y que no quería estar sola con él porque se comunicaba con el demonio a través de extrañas escrituras y dibujos que tenía repartidas por toda la pieza. Que ya iban más de diez cuadernos enteros.

Sergio subió a la pieza del niño, tomó los cuadernos esparcidos por la alfombra, sólo alcanzó a ver un par de esferas negras,  los cerró rápidamente y los puso en una caja como prueba de que ellos no estaban locos. Escribió con un plumón negro: Peligro, no abrir. Documentos endemoniados. Mantener esta caja lejos del cojito”.

Desde ese día los padres dejaron de ser padres y  se dedicaron a esparcir el rumor del cojito endemoniado por todo el barrio. Ya nadie quería acercarse al niño y sin darse cuenta, éste se fue quedando donde la Rosario, quien le daba leche caliente, pan, dulces y a veces algún abrazo cuando lo necesitaba. Nadie se lo pidió, pero se hizo cargo del niño y lo quiso como un hijo.

Habían pasado cuatro años. Para Sergio y María el episodio del cojito había sido sólo un mal sueño, una prueba que Dios les había enviado y que habían superado juntos, por eso cuando lo vieron ahí, parado frente a la puerta de su casa con una maleta de cuero ese sábado por la mañana, no pudieron ocultar el miedo, la sorpresa y la angustia. Quisieron echarlo, cerraron la puerta, pero el cojito no se movía, no hablaba y apenas respiraba.

Finalmente, no tuvieron más remedio que recibirlo. Rosario había muerto y el cojito estaba solo. Años después cuando le preguntaron al cojito cómo fue que tuvo la fortaleza de tocar esa puerta, él respondería que seguía las órdenes que Rosario le repetía en vida: si un día yo no estoy, toca la puerta de esa casa verde de dos pisos, ahí tendrán que recibirte.

Sergio y María estaban aterrados y decidieron dejarlo solo en la casa de dos pisos, con comida para un mes, tiempo suficiente para buscar a alguien que quisiera quedarse con el cojito, quizás como mano de obra o como objeto de estudio. Pues habían guardado todos los cuadernos “endemoniados” en una caja que aún tenían en la bodega. Sería ideal vender a este niño – pensaba Sergio -  pero en realidad se conformaban con regalarlo y que no volver a verlo.

Acostados en la pieza de la pensión que habían arrendado por un mes, todas las noches los padres hacían un listado con posibles “compradores” del cojito. Hablaron con el padre de la iglesia, con el dueño del taller mecánico, con la dueña de la panadería, de la lavandería, pero nadie quería recibir a ese niño endemoniado.

Cuando ya el dinero se les acababa y quedaban pocos días para que se cumpliera un mes, Sergio tuvo la idea de hablar con el Alcalde, que según entendía, tenía varios campos en los que necesitaba mano de obra barata. Quedaron de juntarse el lunes en la tarde, Sergio le ofrecería un whisky y lo haría pasar al salón.

… luego del aplauso del Alcalde, pero sobre todo después de la sonrisa de Antonio, Sergio lo miró con otros ojos, se sintió confundido y no supo qué decir. En su bolsillo ya estaban los doscientos mil pesos que había pagado el Alcalde por ese niño y Sergio ya le había entregado una maleta con sus pocas cosas y la caja con esos documentos que hacía años había guardado.

Este niño no puede ser el demonio – dijo de pronto el Alcalde, quien se agachó para abrir la caja. En su interior, miles de partituras, conciertos enteros que luego se transformarían en las obras maestras del gran violinista Antonio Ortíz, lo maravillaron. El Alcalde abrazó al niño, le dio la mano, miró con odio a Sergio, tomó la maleta, la caja y cerró la puerta.

Antonio no volvió a ver a sus padres biológicos, ya nos los recordaba, pero cada vez que tocaba el violín en el teatro municipal frente a miles de personas, sentía que ahí, entre la gente estaba él. Sergio emocionado, triste y avergonzado de haber sido un ignorante y un demonio, no se perdía los conciertos de su hijo, a quien admiraba en silencio desde el palco.