19 de agosto de 2015

DISTANCIA

Ilustración de Sara Herranz

A veces te alejas,
te vas sin aviso.
Traspasas espacios, palabras e historias.

Y eres partículas,
átomos intangibles.
Cúmulo de moléculas, transparentes y dilatadas.  

Mis manos no abandonan,
el sudor las invalida.
Te vuelves difuso, tu mirada cristalina.

Recurro a las palabras,
las vocales se silencian.
Es un grito en el desierto, a tu alma detenida.

Y me alejo así contigo,
transformada en el silencio.
No hay palabras, no hay otoño, yo me pierdo.

A veces te alejas.

10 de agosto de 2015

El Fuego



Fue después del fuego. O quizás antes. La verdad es que no me acuerdo o probablemente me he obligado a olvidarlo.

Ella se acercaba siempre despacio. Yo tenía que estar muy atenta para oír sus pasos blandos, suaves y añejos, que avanzaban por el pasillo largo y estrecho de la casa de la esquina.

Cuando lograba oírla, me hacía la dormida. A veces me pillaba de sorpresa y sólo alcazaba a reaccionar cuando sentía que ella giraba la manilla de la puerta de mi pieza.  No me gustaba que me tocara, que me subiera la polera o me bajara el pantalón del pijama. Ella quedaba impune, sin condena y  yo siempre culpable, en silencio para no despertar a nadie.

Un día decidí esperarla despierta. Me sudaban las manos y los pies. Esperé horas, estaba atenta por si escuchaba los pasos, pero no apareció. Desde ese día no quise cerrar nunca más los ojos, pues sabía que si volvía a entrar, iba a ser cuando yo me hiciera la dormida.

La Hilda era una mujer alta, grande, llevaba años trabajando en la casa y me había criado a mí y a mis hermanas. No sé si a ellas también las habrá asustado tanto como a mí, con sus manos y esos dedos gruesos que siempre terminaban en la parte de más abajo. Me duele.

El día antes o después del fuego, ella llegó a mi pieza pero de día, mis papás habían salido con mis hermanas y yo estaba sola. Sin oportunidad de escapar, cerré los ojos y me quedé quieta, como una niña muerta, mientras ella me apretaba, me tocaba y pasaba su boca por mis piernas. Ese día, como todos los días, sentía mis dientes apretados y las manos que sudaban. Me mantuve imperturbable. Pero de pronto abrí los ojos y la miré.

Ella se desesperó, sacó sus dedos gruesos de mi vientre, tomó su bata y salió de la pieza enojada, desconcertada y balbuceando palabras inentendibles. Fue ahí cuando tomé los fósforos que estaban arriba de la estufa y la seguí sin pensarlo. Le prendí fuego a la bata.

Mientras ella ardía y se alejaba por el pasillo de la casa de la esquina, yo tomé algunas cosas que estaban encima de mi velador y me fui. Sabía que no podía volver nunca más a esa casa.

Hoy trabajo en el circo. Aquí entre los trapecios y las risas de los niños a veces se me olvida que quemé mi casa, que escapé y nunca más vi a mis hermanas. Han pasado veinte años, pero no me acuerdo si me fui antes o después de que el fuego terminara con todo.