Fue después del fuego.
O quizás antes. La verdad es que no me acuerdo o probablemente me he obligado a
olvidarlo.
Ella se acercaba
siempre despacio. Yo tenía que estar muy atenta para oír sus pasos blandos,
suaves y añejos, que avanzaban por el pasillo largo y estrecho de la casa de la
esquina.
Cuando lograba oírla,
me hacía la dormida. A veces me pillaba de sorpresa y sólo alcazaba a
reaccionar cuando sentía que ella giraba la manilla de la puerta de mi
pieza. No me gustaba que me tocara, que
me subiera la polera o me bajara el pantalón del pijama. Ella quedaba impune,
sin condena y yo siempre culpable, en
silencio para no despertar a nadie.
Un día decidí
esperarla despierta. Me sudaban las manos y los pies. Esperé horas, estaba
atenta por si escuchaba los pasos, pero no apareció. Desde ese día no quise
cerrar nunca más los ojos, pues sabía que si volvía a entrar, iba a ser cuando
yo me hiciera la dormida.
La Hilda era una mujer
alta, grande, llevaba años trabajando en la casa y me había criado a mí y a mis
hermanas. No sé si a ellas también las habrá asustado tanto como a mí, con sus
manos y esos dedos gruesos que siempre terminaban en la parte de más abajo. Me
duele.
El día antes o después
del fuego, ella llegó a mi pieza pero de día, mis papás habían salido con mis
hermanas y yo estaba sola. Sin oportunidad de escapar, cerré los ojos y me
quedé quieta, como una niña muerta, mientras ella me apretaba, me tocaba y
pasaba su boca por mis piernas. Ese día, como todos los días, sentía mis
dientes apretados y las manos que sudaban. Me mantuve imperturbable. Pero de pronto
abrí los ojos y la miré.
Ella se desesperó,
sacó sus dedos gruesos de mi vientre, tomó su bata y salió de la pieza enojada,
desconcertada y balbuceando palabras inentendibles. Fue ahí cuando tomé los
fósforos que estaban arriba de la estufa y la seguí sin pensarlo. Le prendí
fuego a la bata.
Mientras ella ardía y
se alejaba por el pasillo de la casa de la esquina, yo tomé algunas cosas que
estaban encima de mi velador y me fui. Sabía que no podía volver nunca más a esa
casa.
Hoy trabajo en el
circo. Aquí entre los trapecios y las risas de los niños a veces se me olvida
que quemé mi casa, que escapé y nunca más vi a mis hermanas. Han pasado veinte
años, pero no me acuerdo si me fui antes o después de que el fuego terminara
con todo.