CANCIÓN DE CUNA
Se
levantaba a las seis de la mañana todos los días, aunque fuera domingo. La tina
ya estaba llena y las velas encendidas. Dejaba caer su bata de seda blanca y se
sumergía en agua tibia por al menos media hora, o hasta sentir sus dedos ya
arrugados. Jamás mojaba su pelo, sólo Juan tenía permiso para lavar ese
frondoso cabello rubio día por medio, cuando la visitaba a domicilio para peinarla.
Siempre dormía con una trenza y al meterse a la tina, la recogía suavemente con
un pinche de madera pintado a mano, que Roberto, su marido, le había traído de
Praga hacía varios años, cuando recién se habían casado. El pinche ya estaba
desteñido.
Cuando Roberto se acercaba para abrazarla, ella ladeaba
inconscientemente su cabeza para evitar así que su cabello rozara con alguna de
las estrellas que adornaban el uniforme militar. Entonces él la tomaba rápidamente
de la nuca y la apretaba con fuerza contra su pecho. Poco le importaba su
peinado, poco le importaba que no hablaran. Era el único momento en el que la
sentía cerca. Ella siempre se resistía y reclamaba, diciéndole que así, toda despeinada,
jamás ganaría nuevamente el concurso de belleza. Entonces Roberto cerraba sus
ojos, la soltaba y salía de la casa.
En todas las entrevistas que le hicieron después de haber
ganado ese concurso, hacían ya 10 años, ella declaraba que el secreto eran las
hormigas. Nunca nadie lo entendió muy bien y ella no entraba en detalles, pues
era la reina de belleza. Todos la conocían como “Clara, la joven hormiga”, pero
pocos sabían su secreto: todos los días comía hormigas por docenas. Se las
echaba a las ensaladas e incluso a la sopa. “Es
el condimento perfecto, ni tan picantes ni tan saladas” solía decirle muy
seria a su sirvienta. Pero poco le duró su adicción. Un día Roberto se enteró y llenó la casa de insecticida para acabar con
esa tontera que a él tanto le molestaba
Ya sin hormigas que comer, Clara puso todo su esfuerzo en el
cuidado de su cabello y durante los siguientes nueve años, culpó a su marido de
la desgracia de ya no ser reina de belleza. Fue entonces cuando se abocó al
cuidado de su largo cabello, rubio e inmaculado. “Sólo
esto me queda para ganar nuevamente el concurso” le repetía a Juan cada vez
que éste la peinaba en su tocador.
Clara y Roberto tenían una sola hija, que jamás fue a la
escuela porque su madre decía que eso no era para ellos y que era “mejor visto”
que la niña tuviera una institutriz reconocida.
Laura llegaba de lunes a viernes a las ocho de la mañana, cargada
de libros y cuadernos. Era una mujer mayor, delgada y muy estricta con las
lecciones. Jamás sonreía. La niña de tan sólo siete años, tenía que estar lista
a esa hora, vestida y peinada; siempre esperándola sentada correctamente en el
escritorio, la espalda derecha, las manos sobre la mesa y en su cabello un lazo
rosado.
La niña era estudiosa, seguía correctamente las lecciones más
difíciles y la dura institutriz incluso la felicitaba frente a sus padres. Pero
nada le sacaba la tristeza de su pequeño rostro. A veces Roberto la observaba
largo rato, y preocupado se acercaba para abrazarla torpemente. Algunas noches
le leía aventuras militares llenas de hazañas y sólo cuando estaba de ánimo, cambiaba
un poco la historia para hablarle de magos, payasos y hasta princesas que
hacían sonreír a su hija.
Todos los meses, su madre llamaba desesperada a Juan para que
viniera a teñirle de rubio el pelo a la niña. “No sé por qué no salió como yo, la pobrecita es negrita y bastante
feíta” le decía en voz baja. Pero la niña escuchaba todo. Ya estaba
acostumbrada.
En las mañanas cuando había sol, la sirvienta buscaba a la
niña, sacaba la pequeña mesita al patio, la dejaba bajo el nogal y jugaba con
ella a las tacitas. El resto del tiempo la niña se entretenía sola con sus
muñecas, les hablaba y las hacía dormir en alguna de las cunas de juguete.
Durante las tardes, antes de que el papá llegara, la
sirvienta llevaba a la niña al parque donde se juntaba con Mauricio, un hombre
alto y joven. Trabajaba de jardinero en varias de las casas del barrio, llevaba
una pata de conejo colgando de su cuello y de su bolsillo siempre sacaba un
dulce para la niña.
Mientras ellos se besaban, la pequeña jugaba con su muñeca, la
sentaba frente a ella y le cantaba una canción de cuna, que hablaba de lo ricas
que son las hormigas. Cada vez que hacía una pausa en su canción, sacaba de su
boca el dulce que le había regalado Mauricio, volvía a chuparlo, lo dejaba en
el suelo y esperaba a que se volviera negro de hormigas, para llevárselo nuevamente a la boca.
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