23 de abril de 2014

CANCIÓN DE CUNA


Se levantaba a las seis de la mañana todos los días, aunque fuera domingo. La tina ya estaba llena y las velas encendidas. Dejaba caer su bata de seda blanca y se sumergía en agua tibia por al menos media hora, o hasta sentir sus dedos ya arrugados. Jamás mojaba su pelo, sólo Juan tenía permiso para lavar ese frondoso cabello rubio día por medio, cuando la visitaba a domicilio para peinarla. Siempre dormía con una trenza y al meterse a la tina, la recogía suavemente con un pinche de madera pintado a mano, que Roberto, su marido, le había traído de Praga hacía varios años, cuando recién se habían casado. El pinche ya estaba desteñido.

Cuando Roberto se acercaba para abrazarla, ella ladeaba inconscientemente su cabeza para evitar así que su cabello rozara con alguna de las estrellas que adornaban el uniforme militar. Entonces él la tomaba rápidamente de la nuca y la apretaba con fuerza contra su pecho. Poco le importaba su peinado, poco le importaba que no hablaran. Era el único momento en el que la sentía cerca. Ella siempre se resistía y reclamaba, diciéndole que así, toda despeinada, jamás ganaría nuevamente el concurso de belleza. Entonces Roberto cerraba sus ojos, la soltaba y salía de la casa. 


En todas las entrevistas que le hicieron después de haber ganado ese concurso, hacían ya 10 años, ella declaraba que el secreto eran las hormigas. Nunca nadie lo entendió muy bien y ella no entraba en detalles, pues era la reina de belleza. Todos la conocían como “Clara, la joven hormiga”, pero pocos sabían su secreto: todos los días comía hormigas por docenas. Se las echaba a las ensaladas e incluso a la sopa. “Es el condimento perfecto, ni tan picantes ni tan saladas” solía decirle muy seria a su sirvienta. Pero poco le duró su adicción. Un día Roberto se enteró  y llenó la casa de insecticida para acabar con esa tontera que a él tanto le molestaba


Ya sin hormigas que comer, Clara puso todo su esfuerzo en el cuidado de su cabello y durante los siguientes nueve años, culpó a su marido de la desgracia de ya no ser reina de belleza. Fue entonces cuando se abocó al cuidado de su largo cabello, rubio e inmaculado.  “Sólo esto me queda para ganar nuevamente el concurso” le repetía a Juan cada vez que éste la peinaba en su tocador. 


Clara y Roberto tenían una sola hija, que jamás fue a la escuela porque su madre decía que eso no era para ellos y que era “mejor visto” que la niña tuviera una institutriz reconocida.


Laura llegaba de lunes a viernes a las ocho de la mañana, cargada de libros y cuadernos. Era una mujer mayor, delgada y muy estricta con las lecciones. Jamás sonreía. La niña de tan sólo siete años, tenía que estar lista a esa hora, vestida y peinada; siempre esperándola sentada correctamente en el escritorio, la espalda derecha, las manos sobre la mesa y en su cabello un lazo rosado.


La niña era estudiosa, seguía correctamente las lecciones más difíciles y la dura institutriz incluso la felicitaba frente a sus padres. Pero nada le sacaba la tristeza de su pequeño rostro. A veces Roberto la observaba largo rato, y preocupado se acercaba para abrazarla torpemente. Algunas noches le leía aventuras militares llenas de hazañas y sólo cuando estaba de ánimo, cambiaba un poco la historia para hablarle de magos, payasos y hasta princesas que hacían sonreír a su hija.


Todos los meses, su madre llamaba desesperada a Juan para que viniera a teñirle de rubio el pelo a la niña. “No sé por qué no salió como yo, la pobrecita es negrita y bastante feíta” le decía en voz baja. Pero la niña escuchaba todo. Ya estaba acostumbrada.  


En las mañanas cuando había sol, la sirvienta buscaba a la niña, sacaba la pequeña mesita al patio, la dejaba bajo el nogal y jugaba con ella a las tacitas. El resto del tiempo la niña se entretenía sola con sus muñecas, les hablaba y las hacía dormir en alguna de las cunas de juguete.


Durante las tardes, antes de que el papá llegara, la sirvienta llevaba a la niña al parque donde se juntaba con Mauricio, un hombre alto y joven. Trabajaba de jardinero en varias de las casas del barrio, llevaba una pata de conejo colgando de su cuello y de su bolsillo siempre sacaba un dulce para la niña.


Mientras ellos se besaban, la pequeña jugaba con su muñeca, la sentaba frente a ella y le cantaba una canción de cuna, que hablaba de lo ricas que son las hormigas. Cada vez que hacía una pausa en su canción, sacaba de su boca el dulce que le había regalado Mauricio, volvía a chuparlo, lo dejaba en el suelo y esperaba a que se volviera negro de hormigas,  para llevárselo nuevamente a la boca.

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