El padre no se cansaba de escucharlo tocar el violín y
siempre que lo veía con el instrumento sobre el hombro, volvía a revivir el día
en el que su hijo había interrumpido inesperadamente su conversación con el
Alcalde.
Antonio tenía tan solo ocho años cuando apareció de pie en
la mitad del salón, hizo una torpe reverencia, se acomodó su jardinera de cotelé
y tocó el violín como jamás lo habían escuchado. Era otoño y afuera el viento
soplaba casi tan fuerte como las cuerdas de aquél instrumento.
¿Dónde aprendió a
tocar así? ¿Cómo es posible que esto esté ocurriendo justo cuando el Alcalde iba
a aceptar el trato?- pensaba atormentado Sergio, sin darse cuenta de que el
Alcalde lo miraba fijo, sorprendido y con
una expresión de enojo por no haber sabido que ese niño, al que todos llamaban el cojito, tocaba tan bien aquél singular
instrumento de cuerdas.
Fueron más de cuatro minutos en los que el niño tocó de
manera emotiva y perfecta parte del concierto para violín N° 1 en LA Menor de
Bach, pero Sergio no escuchó ni una sola nota, en su cabeza pasaban miles de
preguntas y preocupaciones ante el
“espectáculo” que estaba dando Antonio.
¿Quién le habrá pasado
ese violín? ¿Habrá sido la Rosario? – se preguntaba mientras intentaba ordenar
algunas ideas para dar una buena explicación al Alcalde.
De un momento a otro, Antonio se detuvo, dejó su violín
sobre la mesa y se inclinó de tal manera que su frente casi tocó sus sucios y
gastados botines negros.
Fue entonces cuando ocurrió lo que hasta hoy Sergio no se
explica. Un cerrado aplauso por parte del Alcalde llenó la casa de dos pisos
ubicada en Bellavista, cerca del cerro San Cristóbal y Antonio sonrió, dejando
ver toda la alegría de un niño de ocho años….
El día en el que Antonio nació, Sergio estaba entrenando en
el cerro, por lo que no pudo acompañar a María al hospital y fue su vecina
Rosario quien la llevó a las tres de la mañana en su citroneta celeste. Cuando
al fin Sergio terminó de correr y fue a conocer al niño, se encontró con Rosario
en la esquina, tu hijo va a ser un niño
especial - le advirtió. Sergio no supo cómo interpretar esas palabras y se
pasó todas las películas del mundo.
Cuando al fin pudo tomar a su hijo en brazos, notó que su
pierna izquierda era más corta que la derecha. Fue entonces cuando todos sus
sueños se derrumbaron y el cariño que sentía por ese niño nunca más fue el
mismo. Jamás supo explicarlo “en voz alta”, aunque en el fondo sabía que el problema
era la pierna más corta. Antonio ya no podría ser atleta como él y menos aún,
representar al país en las olimpiadas como siempre lo había soñado.
La adicción de Sergio por el deporte, y especialmente el
placer que le provocaba correr grandes distancias, había hecho que todos los
vecinos lo conocieran. Algunos lo encontraban loco, por salir todos los días a
correr lloviera o no, pero María ya estaba acostumbrada. En la semana casi no
lo veía, porque en las tardes luego del trabajo salía a correr y volvía cuando
ella estaba durmiendo.
Los fines de semana era habitual que participara en
todas las actividades deportivas organizadas por la municipalidad.
Para Antonio, probablemente la adicción por el deporte y la indiferencia
de su padre era lo que menos le preocupaba, pero no así las consecuencias del
apodo que él mismo le había puesto a las horas de haber nacido. Y es que cada
vez que alguien le preguntaba por su hijo, Sergio respondía- está bien gracias- y enseguida agregaba - pero es cojito.
El cojito no podía correr.
El cojito fue objeto de burlas.
El cojito jamás abrazó a su padre.
El cojito sufría.
Sergio jamás se enteró.
Menos María.
Fue al día siguiente del tercer cumpleaños de Antonio,
cuando al llegar a casa después de correr varios kilómetros, Sergio encontró a
María llorando. Cuando le preguntó qué le pasaba, sólo repetía que ya no quería
al cojito, que ése no era su hijo, que era el demonio, que le daba miedo y que
no quería estar sola con él porque se comunicaba con el demonio a través de
extrañas escrituras y dibujos que tenía repartidas por toda la pieza. Que ya
iban más de diez cuadernos enteros.
Sergio subió a la pieza del niño, tomó los cuadernos
esparcidos por la alfombra, sólo alcanzó a ver un par de esferas negras, los cerró rápidamente y los puso en una caja
como prueba de que ellos no estaban locos. Escribió con un plumón negro: Peligro, no abrir. Documentos endemoniados.
Mantener esta caja lejos del cojito”.
Desde ese día los padres dejaron de ser padres y se dedicaron a esparcir el rumor del cojito
endemoniado por todo el barrio. Ya nadie quería acercarse al niño y sin darse
cuenta, éste se fue quedando donde la Rosario, quien le daba leche caliente,
pan, dulces y a veces algún abrazo cuando lo necesitaba. Nadie se lo pidió, pero
se hizo cargo del niño y lo quiso como un hijo.
Habían pasado cuatro años. Para Sergio y María el episodio
del cojito había sido sólo un mal sueño, una prueba que Dios les había enviado
y que habían superado juntos, por eso cuando lo vieron ahí, parado frente a la
puerta de su casa con una maleta de cuero ese sábado por la mañana, no pudieron
ocultar el miedo, la sorpresa y la angustia. Quisieron echarlo, cerraron la
puerta, pero el cojito no se movía, no hablaba y apenas respiraba.
Finalmente,
no tuvieron más remedio que recibirlo. Rosario había muerto y el cojito estaba
solo. Años después cuando le preguntaron al cojito
cómo fue que tuvo la fortaleza de tocar esa puerta, él respondería que seguía
las órdenes que Rosario le repetía en vida: si
un día yo no estoy, toca la puerta de esa casa verde de dos pisos, ahí tendrán
que recibirte.
Sergio y María estaban aterrados y decidieron dejarlo solo
en la casa de dos pisos, con comida para un mes, tiempo suficiente para buscar
a alguien que quisiera quedarse con el cojito,
quizás como mano de obra o como objeto de estudio. Pues habían guardado todos
los cuadernos “endemoniados” en una caja que aún tenían en la bodega. Sería ideal vender a este niño – pensaba
Sergio - pero en realidad se conformaban
con regalarlo y que no volver a verlo.
Acostados en la pieza de la pensión que habían arrendado por
un mes, todas las noches los padres hacían un listado con posibles “compradores” del cojito. Hablaron con el padre de la
iglesia, con el dueño del taller mecánico, con la dueña de la panadería, de la
lavandería, pero nadie quería recibir a ese niño endemoniado.
Cuando ya el dinero se les acababa y quedaban pocos días
para que se cumpliera un mes, Sergio tuvo la idea de hablar con el Alcalde, que
según entendía, tenía varios campos en los que necesitaba mano de obra barata.
Quedaron de juntarse el lunes en la tarde, Sergio le ofrecería un whisky y lo
haría pasar al salón.
… luego del aplauso del Alcalde, pero sobre todo después de
la sonrisa de Antonio, Sergio lo miró con otros ojos, se sintió confundido y no
supo qué decir. En su bolsillo ya estaban los doscientos mil pesos que había
pagado el Alcalde por ese niño y Sergio ya le había entregado una maleta con
sus pocas cosas y la caja con esos documentos que hacía años había guardado.
Este niño no puede ser
el demonio – dijo de pronto el Alcalde, quien se agachó para abrir la caja.
En su interior, miles de partituras, conciertos enteros que luego se
transformarían en las obras maestras del gran violinista Antonio Ortíz, lo maravillaron.
El Alcalde abrazó al niño, le dio la mano, miró con odio a Sergio, tomó la
maleta, la caja y cerró la puerta.
Antonio no volvió a ver a sus padres biológicos, ya nos los
recordaba, pero cada vez que tocaba
el violín en el teatro municipal frente a miles de personas, sentía que ahí,
entre la gente estaba él. Sergio emocionado, triste y avergonzado de haber sido
un ignorante y un demonio, no se perdía los conciertos de su hijo, a quien
admiraba en silencio desde el palco.